El fanático de la dignidad humana
Fray Bartolomé de Las Casas está pasando por encima del rey y del Consejo de Indias. ¿Será castigada su desobediencia? A los noventa y dos años, poco le importa. Medio siglo lleva peleando. ¿No están en su hazaña las claves de su tragedia? Muchas batallas le han dejado ganar, hace tiempo lo sabe, porque el resultado de la guerra estaba decidido de antemano.
Los dedos ya no le hacen caso. Dicta la carta. Sin permiso de nadie, se dirige directamente a la Santa Sede. Pide al papa Pío V que mande cesar las guerras contra los indios y que ponga fin al saqueo que usa la cruz como coartada. Mientras dicta se indigna, se le sube la sangre a la cabeza y se le quiebra la voz que le queda, ronca y poca.
Súbitamente, cae al suelo.
Aunque pierdas, vale la pena
Los labios se mueven, dicen palabras sin sonido.
—¿Me perdonarás, Dios?
Fray Bartolomé pide clemencia en el Juicio Final, por haber creído que los esclavos negros y moros aliviarían la suerte de los indios.
Yace tendido, húmeda la frente, pálido, y no cesan de moverse los labios.
Un trueno se descarga, lento, desde lejos. Fray Bartolomé, el nacedor, el hacedor, cierra los ojos. Aunque siempre fue duro de oído, escucha la lluvia sobre el tejado del convento de Atocha. La lluvia le moja la cara. Sonríe.
Uno de los sacerdotes que lo acompañan murmura algo sobre la rara luz que se le ha encendido en el rostro. A través de la lluvia, libre de duda y tormento, fray Bartolomé está viajando, por última vez, hacia los verdes mundos donde conoció la alegría.
—Gracias —dicen sus labios, en silencio, mientras lee las oraciones a la luz de los cocuyos y las luciérnagas, salpicado por la lluvia que golpea el techo de hojas de palma.
—Gracias —dice, mientras celebra misa en cobertizos sin paredes y bautiza niños desnudos en los ríos.
Los sacerdotes se persignan. Han caído los últimos granos de la arena del reloj. Alguien da vuelta la ampolleta, para que no se interrumpa el tiempo.
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