sábado, 8 de marzo de 2008

2 de diciembre de 1531: Ciudad de México. La Virgen de Guadalupe.



Esa luz, ¿sube de la tierra o baja del cielo? ¿Es luciérnaga o lucero? La luz no quiere irse del cerro de Tepeyac y en plena noche persiste y fulgura en las piedras y se enreda en las ramas.

Alucinado, iluminado, la vio Juan Diego, indio desnudo: la luz de luces se abrió para él, se rompió en jirones dorados y rojizos y en el centro del resplandor apareció la más lúcida y luminosa de las mujeres mexicanas. Estaba vestida de luz la que en lengua náhuatl le dijo: «Yo soy la madre de Dios.»

El obispo Zumárraga escucha y desconfía. El obispo es el protector oficial de los indios, designado por el emperador, y también el guardián del hierro que marca en la cara de los indios el nombre de sus dueños. Él arrojó a la hoguera los códices aztecas, papeles pintados por la mano del Demonio, y aniquiló quinientos templos y veinte mil ídolos. Bien sabe el obispo Zumárraga que en lo alto del cerro de Tepeyac tenía su santuario la diosa de la tierra, Tonantzin, y que allí marchaban los indios en peregrinación a rendir culto a nuestra madre, como llamaban a esa mujer vestida de serpientes y corazones y manos.

El obispo desconfía y decide que el indio Juan Diego ha visto a la Virgen de Guadalupe. La Virgen nacida en Extremadura, morena por los soles de España, se ha venido al valle de los aztecas para ser la madre de los vencidos.



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