sábado, 16 de febrero de 2008

28 de febrero de 1525: Tuxkahá. Cuauhtémoc.


De la rama de una antigua ceiba se balancea, colgado de los tobillos, el cuerpo del último rey de los aztecas.

Cortés le ha cortado la cabeza.

Había llegado al mundo en cuna rodeada de escudos y dardos, y estos fueron los primeros ruidos que oyó:

Tu propia tierra es otra. A otra tierra estás prometido. Tu verdadero lugar es el campo de batalla. Tu oficio es dar de beber al sol con la sangre de tu enemigo y dar de comer a la tierra con el cuerpo de tu enemigo.

Hace veintinueve años, los magos derramaron agua sobre su cabeza y pronunciaron palabras rituales:

¿En qué lugar te escondes, desgracia? ¿En qué miembro te ocultas? ¡Apártate de este niño!
Lo llamaron Cuauhtémoc, águila que cae. Su padre había extendido el imperio de mar a mar. Cuando el príncipe llegó al trono, ya los invasores habían venido y vencido. Cuauhtémoc se alzó y resistió. Fue el jefe de los bravos. Cuatro años después de la derrota de Tenochtitlán, todavía resuenan, desde el fondo de la selva, los cantares que claman por la vuelta del guerrero.

¿Quién hamaca ahora su cuerpo mutilado? ¿El viento o la ceiba? ¿No es la ceiba quien lo mece, desde su vasta copa? ¿No acepta la ceiba esta rama rota, como un brazo más de los mil que nacen de su tronco majestuoso? ¿Le brotarán flores rojas?

La vida sigue. La vida y la muerte siguen.


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