Hernán Cortés pasa revista a los pocos sobrevivientes de su ejército, mientras la Malinche cose las banderas rotas.
Tonochtitlán ha quedado atrás. Atrás ha quedado la columna de humo que echó por la boca el volcán Popocatépetl, como diciendo adiós, y que no había viento que pudiera torcer.
Los aztecas han recuperado su ciudad. Las azoteas se erizaron de arcos y lanzas y la laguna se cubrió de canoas en pelea. Los conquistadores huyeron en desbandada, perseguidos por una tempestad de flechas y piedras, mientras aturdían la noche los tambores de la guerra, los alaridos y las maldiciones.
Estos heridos, estos mutilados, estos moribundos que Cortés está contando ahora, se salvaron pasando encima de los cadáveres que sirvieron de puente: cruzaron a la otra orilla pisando caballos que se habían resbalado y hundido y soldados muertos a flechazos y pedradas o ahogados por el peso de las talegas llenas de oro que no se resignaban a dejar.
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